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Mi ♥

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Síganme los buenos

5/9/11


Ser un discapacitado emocional tiene cierto atractivo. No solo se trata de estar deprimido por no poder encontrar la forma de hacer funcionar una relación, también tiene cierta mística que se forma alrededor de uno a la hora de llamarle la atención a alguien. Somos el chico malo. Pero no del tipo rudo, sino que somos el chico que hace las cosas mal. Sin querer. Casi siempre.

Un amigo me llama Botnia porque “sos contaminante aunque el mundo piense lo contrario”. Probablemente tenga razón, mi ex tuvo que irse de viaje por todo el continente para poder olvidarse de mí y de todas las que le hice pasar. Bueno, miento. En realidad el viaje lo tenía planeado desde antes, pero me gusta hacerme cargo de eso. Me da aires de villano y eso va a quedar bien en mi autobiografía.

El problema con la gente como nosotros es que todos tienden a creer que porque no somos demostrativos no sentimos nada. No entienden de la profunda envidia que sentimos frente a los que sí saben expresar sus emociones.

Por ejemplo, no sé llorar. Ver llorar a alguien me altera el humor porque no puedo consolar a esa persona pensado en lo ofuscado que me pone que le salga con tanta naturalidad mientras que a mí no. Me dan ganas cerrarle los ojos con una engrapadora. Es espantoso. Imagínate lo que es tener un novio que mientras vos lloras te diga “lloras por todo” y probablemente haya sido la primera vez que lo hacías en toda la relación. Después tengo la caradurez de analizar semana tras semanas en el diario por qué la gente me deja.

Todos creen que no lloramos porque somos rudos. Desconocen que nos encantaría poder llorar. Por más que el llanto implique moquitos y contorsiones espantosas de los músculos de la cara, nos encantaría poder llorar. Ese momento de debilidad absoluta. Ese orgasmo emocional del dolor. No me queda bien hacerme el poeta, pero suena bien.

No somos malos, no somos fríos. Somos los que de chicos nos quedábamos mirando a la nada cuando nos retaban. Nos apagamos frente a la reprenda. Nos angustiamos por no entender por qué nos retan si lo que hicimos no fue con mala intención. Como dije antes, no somos malos, hacemos las cosas mal que es distinto.

Antes de su viaje tuvimos una discusión muy fuerte. Sus gritos, su llanto, mi silencio, la gente pasando. Mi media sonrisa nerviosa potenciaba su enojo. Yo me apagué para preguntarme por qué la persona que más quiero me dice las cosas más horribles. Pero la respuesta llegó cuando ya se había ido: a la persona que más quiero yo nunca le había dicho las cosas más hermosas.

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